terça-feira, dezembro 07, 2004



La muerte de Salomé

  莎樂美之死



I

La historia, a veces, no está en lo cierto. La leyenda, en ocasiones, es verdadera, y las hadas mismas con­fiesan, en sus intimidades con algunos poetas, que mu­cho hay falseado en todo lo que se refiere a Mab, a Brocelianda, a las sobrenaturales y avasalladoras bel­dades. En cuanto a las cosas y sucesos de antiguos tiempos, acontece que dos o más cronistas contemporáneos estén en contradicción. Digo esto porque quizá habrá quien juzgue falsa la corta narración que voy a escribir en seguida, la cual tradujo un sabio sacer­dote, mi amigo, de un pergamino hallado en Palestina, y en el que el caso estaba escrito en caracteres de la lengua de Caldea.



II

Salomé, la perla del palacio de Herodes, después de un paso lascivo en el festín famoso, donde bailó una danza al modo romano, con música de arpas y crótalos, llenó de entusiasmo, de regocijo, de locura, al gran rey y a la soberana concurrencia. Un mancebo principal deshojó a los pies de la serpentina y fasci­nadora mujer una guirnalda de rosas frescas. Gayo Manipo, magistrado obeso, borracho y glotón; alzó su copa dorada y cincelada, llena de vino, y la apuró de un solo sorbo. Era una explosión de alegría y de asom­bro. Entonces fue cuando el monarca, en premio de su triunfo y a su ruego, concedió la cabeza de Juan Bautista, y Jehová soltó un relámpago de su cólera divina. Una leyenda asegura que la muerte de Salomé acaeció en un lago helado, donde los hielos le cortaron el cuello.

No fue así; fue de esta manera.



III


Después que hubo pasado el festín, sintió cansancio la princesa encantadora y cruel. Dirigióse a su alcoba, donde estaba su lecho, un gran lecho de marfil, que sostenían sobre sus lomos cuatro leones de plata. Dos negras de Etiopía, jóvenes y risueños, le desciñeron su ropaje, y, toda desnuda, saltó Salomé al lugar del reposo, y quedó blanca y mágicamente esplendorosa, so­bre una tela de púrpura, que hacía resaltar la cándida y rosada armonía de sus formas.


Sonriente, mientras sentía un blando soplo de flabeles, contemplaba, no lejos de ella, la cabeza pálida de Juan, que en un plato áureo, estaba colocada sobre un trípode. De pronto, sufriendo extraño sofocación, ordenó que se le quitasen las ajorcas y brazaletes de tobillos y de los brazos. Fue obedecida. Llevaba al cuello, a guisa de collar, una serpiente de oro, símbolo del tiempo, y cuyos ojos eran dos rubíes sangrientos brillantes. Era su joya favorita; regalo de un pre­tor, que la había adquirido de un artífice romano.


Al querérsela arrancar, experimentó Salomé un sú­bito error: la víbora se agitaba como si estuviese viva, sobre su piel, y a cada instante apretaba más y más su fino anillo constrictor, de escamas de metal. Las esclavas, espantadas, inmóviles, semejaban estatuas de piedra. Repentinamente, lanzaron un grito; la cabeza trágica de Salomé, la regia danzarina, rodó del lecho hasta los pies del trípode, adonde estaba, triste y lívi­da, la del precursor de Jesús; y al lado del cuerpo desnudo, en el lecho de púrpura, quedó enroscada la serpiente de oro.



Rubén Dario

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